La parte más difícil de tener un gato

La parte más difícil de tener un gato no es lo que muchos imaginan.


No es limpiar la arena todos los días, ni recoger con paciencia los pelos que dejan como si marcaran su pequeño territorio.

No es tener que aceptar que los jarrones ya no son seguros, que las cortinas se convierten en presas y que la casa, por momentos, ya no te pertenece.

No es pagar veterinarios, ni invertir en comida especial, ni asumir que tu sofá, por cómodo que sea, ahora tiene dueño.

Tampoco es lo más difícil ver cómo te ignoran muchas veces cuando los llamas, cómo te miran desde lo alto de un mueble con esa mezcla de superioridad, burla y ternura que sólo ellos manejan.

No es que a veces decidan no estar, incluso cuando más los necesitas.

Todo eso, aunque lo parezca, no es lo difícil. Uno aprende a quererlos así. A entender que no se entregan fácil, pero cuando lo hacen, tiene un mérito tremendo porque sabes que es de verdad. Aprendes a querer sus silencios, su compañía tranquila, su forma de darte cariño sin estridencias, como quien quiere sin urgencia, sin condiciones.

La parte más difícil llega sin hacer ruido.

Como ellos.

Llega sin pedir permiso, y sin avisar.

Es darte cuenta de que, después de más de diez años a tu lado, ya no saltan con la misma agilidad.

Es ver que pasan más horas durmiendo, que ya no corren detrás de sombras imaginarias ni persiguen con el mismo entusiasmo esa cuerda que tantas veces los volvió locos.

Es notar que ese maullido que antes te recibía con entusiasmo hoy suena bajito, como si el tiempo también hubiera pasado por su garganta.

Es ver cómo se acurrucan en su rincón favorito y respiran con pausa, como si ya no tuvieran prisa por nada.

Es acariciar su lomo y sentir los huesos más cerca de la piel.

La parte más difícil es mirar a ese gato o gata que un día fue un torbellino, un pequeño felino que llegó desconfiando de ti, pero acabó conquistando tu vida.

Es saber que, aunque no te lo diga, aunque no lo demuestre fácilmente, te ha amado a su manera. Con su libertad, con sus tiempos, con su misterio.

Y que tú has sido su hogar, su refugio, su mundo.

La parte más difícil es aceptar que un día no estará, y que su ausencia será sutil, pero enorme.

Que ya no escucharás esos pasos suaves por el pasillo de madrugada, ni sentirás ese peso tibio en tus piernas mientras lees o ves la tele.

Que ya no abrirás la puerta esperando encontrarlo esperándote con indiferencia fingida y ojos que, en realidad, lo dicen todo.

Y sin embargo, lo volverías a elegir. Una y mil veces. Porque un gato no se adueña solo de tu casa: Se adueña de tu alma. Porque quien ha sido elegido por un gato, lo sabe: Ese cariño reservado, silencioso y profundo es uno de los regalos más honestos que puede dar la madre naturaleza.

Es aceptar que la compañía más fiel a veces camina despacio, se esconde tras un sofá y te observa cuando cree que no lo ves.

Es saber que, cuando ya no esté, quedará en cada rincón de tu memoria como una brisa suave, como una presencia que nunca se va del todo.

Porque quien ha sido amado por un gato ha sido amado por la elegancia del misterio… y por una ternura que jamás se olvida.

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