La triste obsesión del que observa la vida ajena sin poder vivir la suya


Es triste, tan triste como el eco vacío de viento que sopla sin dirección ni propósito, la existencia de quien, al ver pasar los días y años con la languidez de un reloj de arena roto, encuentra consuelo no en los grandes placeres de su jubilación, sino en la obsesiva rutina recorrer hacia abajo el camino de las palmeras para rondar como un espectro errante las puertas de un hogar ajeno. Más aún, es sombría la vida de quien, privado de los nobles pasatiempos de antaño —las cartas, el ajedrez, la lectura de un libro, incluso el básico entretenimiento de perderse en los laberintos del Buscaminas de Windows—, prefiere entregarse a la anodina empresa de vigilar durante años, cual faro que no alumbra, las idas y venidas de dos almas octogenarias que, ajenas al vaivén de las miserias humanas, apenas desean vivir sus alegres días con la calma que otorga el tiempo y el deber cumplido.


¿Qué clase de satisfacción puede hallar alguien en escrutar, con la paciencia de un botánico observando el crecimiento de una planta invisible, las compras que entran en una casa, los pasos que conducen a una señora hacia el mercado de abastos, o el tintineo de unas llaves al abrir una puerta? ¿Qué abismo insondable debe haberse instalado en el corazón de quien convierte en su objetivo, casi clandestino, controlar los actos más cotidianos y simples de la vida de una abuela y un abuelo? Es como si el pseudo-espía, incapaz de vivir su propia historia, se viera condenado a un teatro de sombras, a mirar por la rendija de una cortina imaginaria la trama ajena que nunca le pertenece. Qué triste debe ser el haber sido una persona conocida y respetada, y haberse vuelto un simple "viejo del visillo" al que nadie quiere.

Envidiar a dos ancianos por la serenidad con que afrontan sus días no es solo absurdo, sino trágico. Es como pretender arrancar a una estatua de mármol su inquebrantable blancura, como desear el aroma de una flor sin plantar jamás un jardín. El voyeur de lo banal, ese peregrino sin destino que recorre el asfalto y las aceras de su propio vacío, no entiende que el tiempo que malgasta en su vigilancia podría haberse convertido en horas de creación, de afecto, de sueños, de lo que los mortales llaman vida.

Quizá la raíz de esta vigilancia enfermiza no sea otra que la envidia, una de esas emociones tan antiguas como el fuego, que arde sin consumir. Porque, mientras esos octogenarios disfrutan de su poca descendencia, quien espía parece estar atrapado en el frío de una realidad que no desea mirar de frente. Su propia descendencia, más abundante, y de impecables currículos, brilla en el mundo de lo técnico y lo académico, pero carece de lo que ninguna carrera otorga: el calor de las amistades sinceras, el abrazo de un compañero o compañera, y la alegría de un entorno que les aprecie y les valore.

Y es ahí donde radica el verdadero abismo, en ese espacio que no puede llenarse con títulos, diplomas o éxitos profesionales. Porque, mientras esos dos octogenarios cosechan el afecto y la admiración de quienes les rodean, el vigilante solo puede observar, impotente, cómo los años le devuelven el vacío de lo que nunca sembró. Pretender arrancar a esos dos ancianos la serenidad con que afrontan sus días no es solo absurdo, sino trágico. Es como pretender arrebatar a una estrella su luz, sin comprender que esta no depende del cielo donde brilla, sino de su propia esencia.

Pero quizá no es solo la envidia lo que le impulsa, sino el pavor a enfrentarse a sí mismo. Porque, al igual que el náufrago teme al espejo del agua que le devuelve su imagen, quien se consagra al acto fútil de observar lo ajeno durante meses y meses, huye de la verdad de su propio reflejo. Es la parábola del hombre que, en vez de buscar una lámpara para alumbrar su sendero, se contenta con mirar desde lejos la luz de los demás.

Y así, como una cigarra que canta sin saber por qué, como un reloj que da las horas aunque nadie lo escuche, transcurren sus días. Cada paseo del espía frente al domicilio de los dos octogenarios es un poema sin versos, un cuadro sin colores, un capítulo sin historia. Una existencia que no vive, sino que apenas sobrevive, atrapada en un callejón sin salida que él mismo eligió, sin saber que la puerta hacia la libertad no está en el umbral que vigila, sino en la llave que nunca estuvo capacitado para usar.

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