2041-2060: La última época de la abundancia
2061-2080: La era del punto de no retorno y el éxodo masivo
2081-2100: El colapso social
2101-2120: La desesperación y la guerra total
2121-2140: Un planeta prácticamente inhabitable
2149: El último eco, la última llama, el último grito
2041-2060: La última época de la abundancia
El crepúsculo no trae el descanso, sino la metamorfosis. Mientras los últimos rayos de un sol velado se retiran, las ciudades cambian de piel. Las fachadas de hormigón y cristal, mudas durante el día, se convierten en lienzos dinámicos. Enjambres de drones autónomos, que hasta ahora entregaban mercancías con una eficiencia invisible, ahora trazan estelas de luz en sus rutas nocturnas.
El aire mismo se convierte en pantalla. Gracias a la volumetría láser y la niebla de partículas controlada, la publicidad y el arte ya no están confinados a un soporte físico. Flotan, respiran, interactúan con la multitud que emerge con sus mascarillas puestas, una precaución tan normalizada como lo fue atarse los zapatos un par de décadas atrás.
Esta es la cúspide. La era en la que un ciudadano puede imprimir su cena molécula a molécula en casa, mientras en su mochila lleva las herramientas para potabilizar agua de un charco. La era en la que se colabora en oficinas virtuales tridimensionales con colegas a miles de kilómetros, pero se aprende a orientarse por las estrellas por si la red cae. La noche es el gran escenario de este esplendor dual, una abundancia construida sobre la conciencia permanente de su propia fragilidad.
El sol se rinde sobre un lienzo de polución dorada. Abajo, en las gargantas de los rascacielos, la ciudad inhala y la noche se enciende. No con el neón de antaño, sino con información pura que brota en el aire. Un cartel de fideos sintéticos flota y se ondula al paso de un dron de transporte. Más allá, las cotizaciones del yuan digital parpadean sobre el vapor que emana de una rejilla de ventilación.
Pero eso es solo el ruido de fondo. Al alzar la vista, el verdadero espectáculo corta la respiración. Un leviatán translúcido (un cachalote, o quizás una beluga, ya nadie se molesta en distinguir los espectros) nada lentamente en el aire, su cuerpo azulado proyectado a una escala colosal entre dos megaestructuras. Es un fantasma de un océano muerto, un homenaje a la especie animal que hace tiempo se extinguió. A su alrededor, como rémoras de un nuevo tiempo, una escuadrilla de seis drones de patrulla traza órbitas precisas, sus luces rojas parpadeando en la oscuridad artificial. La vista desde los balcones, proyectados hacia el vacío con una audacia que provoca vértigo, debe ser impresionante.
Un toque con la yema de los dedos en la minúscula y casi imperceptible pulsera, y la interfaz holográfica florece en la palma de la mano mostrando un recordatorio para la reunión virtual de las 22:00. Con un gesto hacia la izquierda, casi con desprecio, se descarta la cita. Otro gesto sobre el mismo dispositivo muestra en la palma de la mano el estado del filtro de la mascarilla: 17% de vida útil. En este momento hay aire de calidad "Naranja", así que esta aguantará toda la noche.
El zumbido silencioso de una opaca cápsula de pasajeros que está trabajando eventualmente como taxi aéreo pasa por encima. Abajo, la multitud nocturna empieza a congregarse, sus rostros semiocultos por máscaras de diseño o funcionales, todos iluminados por la luz etérea de los anuncios flotantes. Es el brillo de la abundancia, un esplendor tan deslumbrante que casi hace olvidar el peso del kit de supervivencia en la mochila. Casi. El purificador de agua, las raciones de emergencia, la brújula digital... Un instinto, una segunda piel enseñada desde la escuela. Porque en las ciudades que tocan el cielo, todo el mundo sabe que el suelo es frágil.
La escala de estas metrópolis ha alcanzado un nuevo orden de magnitud. Los rascacielos ya no son torres aisladas, sino que se agrupan en
El cielo entre estos cúmulos no está vacío, sino que es un entramado tridimensional de
A pesar de esta apariencia de esplendor tecnológico, la población vive en una constante dualidad: hiperconectada y al mismo tiempo vulnerable. La fragilidad del orden global ha hecho que aprender técnicas básicas de supervivencia se vuelva no solo recomendable, sino absolutamente necesario para la mayoría. Desde etapas escolares, se enseña a los ciudadanos a encontrar y purificar agua evitando fuentes contaminadas, construir refugios seguros, recolectar o cazar alimentos, racionar reservas, orientarse por las estrellas, improvisar primeros auxilios, desarrollar percepción de peligro, y comunicarse eficazmente para ser rescatados. Estas habilidades no son solo teóricas: muchas personas se ven forzadas a aplicarlas en emergencias climáticas o conflictos urbanos.
Uno de los avances más sorprendentes es la tecnología de proyección holográfica interactiva. Gracias al perfeccionamiento de técnicas como la volumetría láser, la dispersión en niebla o vapor de agua, el sistema Pepper’s Ghost de nueva generación o los light field displays, las pantallas físicas han quedado obsoletas. Ahora las personas interactúan con entornos tridimensionales suspendidos en el aire, donde todo (desde las reuniones de trabajo hasta las compras) ocurre mediante hologramas controlados por gestos o comandos de voz. Las empresas ya no necesitan oficinas físicas, y los empleados colaboran en espacios virtuales compartidos desde cualquier lugar del mundo.
Sin embargo, esta tecnología exige proyecciones lumínicas extremadamente precisas y resulta especialmente sensible a la luz solar directa. Durante el día, la intensidad del sol dispersa la imagen y reduce drásticamente su visibilidad en exteriores. Por ello, su uso se concentra en interiores o, sobre todo, en la noche, cuando la oscuridad ofrece el lienzo perfecto para que los hologramas brillen con todo su esplendor.
Al anochecer, las ciudades se transforman. Los nuevos sistemas refractan la luz con precisión milimétrica, dando vida a anuncios que flotan en el aire, señales públicas interactivas y obras de arte que responden al movimiento. Las fachadas se cubren de imágenes dinámicas, las plazas se inundan de pantallas etéreas, y las calles se convierten en corredores virtuales. La noche ha dejado de ser tiempo de reposo: ahora es el gran escenario de la vida digital.
Este fenómeno no solo ha revolucionado el ocio y la comunicación. Ha alterado los ritmos urbanos, desplazando muchas actividades de consumo, trabajo y socialización hacia las horas nocturnas. Como resultado, la identidad de las metrópolis ya no se define por el hormigón ni el neón, sino por la información proyectada en el aire. Las ciudades no duermen: cambian de piel cuando se apaga el sol.
Otra invención destacada es la impresión molecular alimentaria. A través de impresoras 3D, las personas pueden crear alimentos desde la comodidad de sus hogares. La máquina toma ingredientes básicos y los convierte en platos perfectamente preparados, personalizados según las preferencias nutricionales y gustativas del usuario. Esta tecnología ha aliviado la presión sobre la agricultura tradicional, pero solo está disponible para quienes pueden permitírselo, lo que deja a las clases bajas dependientes de alimentos procesados baratos de menor calidad.
En los hogares, los robots domésticos han liberado a las personas de las tareas rutinarias. Cocinar, limpiar y mantener el orden es cosa del pasado, ya que robots altamente avanzados se encargan de todas estas labores. Esto ha generado un aumento considerable del tiempo libre de las personas, quienes ahora se dedican en mayor medida a actividades de ocio, como el arte, los deportes y la creación de contenido digital.
El estatus en los cúmulos residenciales de nivel A ya no se mide por los coches o la ropa, sino por los pequeños lujos biológicos. Poseer un animal de compañía real, un perro de pura raza o un gato con pedigrí genético verificado, es el máximo símbolo de opulencia. Para el resto, el mercado ofrece réplicas casi perfectas: mascotas sintéticas cuyos patrones de comportamiento son programados por IAs para emular afecto, pero cuyos ojos, si se miran de cerca, delatan un vacío de silicio. Algunos propietarios, en un extraño acto de autoengaño, les instalan sistemas de respiración simulada, solo para sentir el leve movimiento de un pecho que sube y baja y fingir que hay vida real en su apartamento.
La Inteligencia Artificial General (AGI) aún no existe, pero las IA especializadas son omnipresentes, gestionando redes de energía, logística, diagnósticos médicos y finanzas. La computación cuántica empieza a resolver problemas específicos (diseño de materiales, farmacéutica). La biotecnología (CRISPR 2.0) permite terapias génicas personalizadas, pero su alto costo crea una "brecha biológica" entre ricos y pobres. La fusión nuclear aún es experimental y no una fuente de energía masiva.
La humanidad se encuentra en un momento crítico, justo en la cúspide de la abundancia que precede a la inevitable decadencia. Las grandes metrópolis están plagadas de innovaciones tecnológicas que serían inimaginables para cualquier persona del actual año 2024. Las drogas en 2041 son otro reflejo del avance tecnológico. Las antiguas drogas recreativas han sido reemplazadas por fármacos neuroquímicos que pueden manipular sencillamente los niveles de dopamina y serotonina y, con ello, el estado emocional y mental con una precisión extraordinaria. Desde píldoras que inducen euforia controlada hasta aquellas que eliminan por completo la fatiga, las clases altas tienen acceso a estos productos de manera habitual, lo que les permite vivir en un estado constante de bienestar artificial. Mientras tanto, en los barrios más desfavorecidos, las drogas sintéticas baratas han inundado las calles, creando una población de dependientes que viven en condiciones de pobreza extrema, con clanes violentos que controlan el acceso de sus vecinos-clientes a valiosos recursos como agua, gasolina y alimentos. Las clases bajas sobreviven en una lucha constante, donde el acceso a recursos es cada vez más difícil debido a la creciente desigualdad.
Evolución geopolítica
El mundo ha cambiado drásticamente desde las primeras décadas del siglo XXI. China ha consolidado su poder como la primera potencia mundial indiscutible. Su economía, tecnología y fuerza militar eclipsan a las de cualquier otra nación. El idioma chino es ahora el principal recurso competitivo en el mercado laboral global, desplazando al inglés como lengua dominante. Aquellos que decidieron aprender chino años antes disfrutan de oportunidades laborales y ventajas que los hablantes de inglés han perdido. El país asiático ha impulsado sus intereses con un pragmatismo implacable, negociando acuerdos comerciales y tecnológicos que le han dado el control sobre muchos recursos clave a nivel global.En cuanto a la esperanza de vida, el acceso a la tecnología avanzada de salud y medicina ha permitido que las clases altas puedan extender sus vidas de manera significativa, alcanzando edades que superan los 120 años. Los avances en biotecnología han permitido la creación de órganos artificiales, terapias de rejuvenecimiento celular y tratamientos para enfermedades que antes eran incurables. Sin embargo, esta longevidad está reservada para unos pocos. Las clases bajas, sumidas en la miseria, apenas pueden permitirse cuidados médicos básicos, y su esperanza de vida apenas ha mejorado desde principios de siglo.
En el plano internacional, los conflictos latentes en Oriente Medio, las tensiones entre Estados Unidos y Rusia, y la competencia por el control del Ártico han desencadenado una carrera armamentista sin precedentes. Al mismo tiempo, la lucha por los recursos naturales, como el agua y las tierras fértiles, ha aumentado las tensiones entre naciones. Aunque por el momento las grandes potencias logran mantener una frágil paz, el horizonte está plagado de signos de inestabilidad.
Evolución demográfica
La población mundial ha alcanzado su punto máximo en 2041, con 9.500 millones de personas. El crecimiento demográfico en las economías más desarrolladas se ha estabilizado, pero en los países en desarrollo, el aumento de la población continúa, aunque a un ritmo menor que en décadas anteriores. La esperanza de vida media global sigue aumentando, pero solo en las economías más fuertes, mientras que en las regiones más vulnerables, la falta de acceso a recursos y la inestabilidad social han reducido las expectativas de vida, creando una brecha de longevidad entre las naciones ricas y pobres.Un fenómeno social notable también ha emergido: Un creciente número de personas viven solteras. Con casi 3.200 millones de solteros, que representan más una de cada tres personas, el mundo está experimentando un cambio radical en sus estructuras familiares. La precariedad laboral y el alto costo de la vivienda han llevado a muchos jóvenes a permanecer en casa de sus padres por más tiempo, lo que retrasa la formación de nuevas parejas.
La idea de familia tradicional se desvanece, y con ella, la forma de traer vida al mundo. La interacción física entre sexos, plagada de desconfianza, y un complejo entramado de regulaciones sociales y litigios potenciales, se ha vuelto un riesgo que pocos están dispuestos a correr. Entre las élites de los países desarrollados se pone de moda la
Domina la "eco-ansiedad" o "solastalgia" (la angustia por la pérdida del hogar ecológico). Una generación entera ha crecido sin conocer un clima estable. La filosofía se debate entre el tecno-optimismo radical (la tecnología nos salvará) y un pesimismo existencial que cuestiona el proyecto de la modernidad.
El cambio climático como principal problema de la humanidad
El cambio climático ha dejado de ser una mera amenaza hipotética; en 2051 es una realidad palpable que transforma la vida diaria de millones de personas. A pesar de los esfuerzos de las economías más avanzadas por implementar energías renovables y tecnologías sostenibles, los resultados son, tristemente, insuficientes para frenar el deterioro ambiental que rodea a la humanidad. La temperatura media global sigue en aumento, mientras la actividad industrial y la deforestación desatan desastres naturales que nos acercan al colapso.
El umbral de 1.5-2.0°C de calentamiento global ya ha sido superado. Los eventos climáticos extremos (olas de calor letales, "ríos atmosféricos", sequías prolongadas, supertormentas) no son noticia, son el estado normal del clima. La acidificación oceánica ha diezmado los arrecifes de coral y la pesca comercial está en colapso en muchas regiones. Comienzan las primeras migraciones masivas climáticas, generando tensiones geopolíticas sin precedentes.
Los huracanes, antaño eventos estacionales, han evolucionado en bestias devastadoras que arrasan ciudades enteras. Las imágenes de destrucción, impulsadas por vientos brutales, recorren el planeta como un eco de advertencia. No se trata de meras coincidencias; son señales claras y urgentes de un futuro incierto.
Científicos de renombre como Friederike Otto, Michael Mann y Naomi Oreskes dieron hace tiempo la voz de alarma sobre los peligros inminentes del cambio climático. A través de modelos climáticos avanzados y datos precisos, predijeron hace 20 años un aumento en la intensidad de huracanes, sequías y desastres naturales, todo vinculado al incremento de la temperatura global. Detallaron cómo el calentamiento de los océanos intensificaría la fuerza de estas tormentas y cómo la emisión descontrolada de gases de efecto invernadero crea condiciones propicias para catástrofes climáticas.
Los científicos han estado más de dos décadas insistiendo en que el calentamiento global podía ser detenido con acciones coordinadas a nivel mundial. Sin embargo, estas voces de advertencia fueron ignoradas. La desinformación y la influencia de la industria del carbón y el petróleo han estado entorpeciendo sistemáticamente las acciones necesarias, dejando al sistema climático de la Tierra al borde de cruzar límites críticos, como la pérdida de los polos y la liberación de metano del permafrost. En un mundo cada vez más desolado, la adaptación y la resiliencia se vuelven cruciales.
Los fenómenos climáticos en 2044 se presentan como un espejo de la ceguera colectiva. Una era en la que la humanidad, al rechazar la ciencia y sus advertencias, se condena a un ciclo interminable de desastre climático e intento de recuperación. Cada huracán que arrasa una ciudad, cada vida perdida, es un recordatorio de que las palabras de los científicos eran profecías de una realidad que muchos se negaron a aceptar en su momento.
Las sequías prolongadas son otro de los rostros del cambio climático. En el sur de África, las tierras de cultivo se convierten en desiertos áridos, obligando a generaciones de agricultores a abandonar sus hogares. Este éxodo masivo desencadena un fenómeno global; las migraciones forzadas alteran la demografía de regiones enteras y generan tensiones sociales y políticas en los destinos de llegada. Las ciudades ricas, antes consideradas refugios seguros, se ven ahora desbordadas por una población en crecimiento que busca desesperadamente recursos básicos: agua, comida y vivienda.
En 2046, las grandes potencias comienzan a trabajar juntas para desarrollar inteligencia artificial general avanzada, con la esperanza de encontrar soluciones definitivas a la crisis climática. En paralelo, surgen tensiones entre naciones que compiten por los cada vez más escasos recursos naturales, especialmente agua y tierras fértiles. Las economías más frágiles colapsan, y para 2050, la población mundial comienza a descender lentamente, bajando a 9.200 millones.
A finales de los 40, un huracán categoría 5 azota la costa este de los Estados Unidos, dejando a su paso una estela de destrucción que costará años en reparar. Algunas infraestructuras modernas, consideradas invulnerables, ahora sucumben a la fuerza de la naturaleza, y las comunidades vulnerables, especialmente aquellas de bajos ingresos, son las más afectadas. La reconstrucción no es solo un desafío logístico; es un desafío ético, puesto que los recursos se distribuyen de manera desigual, dejando a los más necesitados atrapados en un ciclo de pobreza y desesperación.
2061-2080: La era del punto de no retorno y el éxodo masivo.
La única pista fiable para distinguir a un ser humano de un androide humanoide es la ropa. En un planeta donde las temperaturas extremas han dejado de respetar las estaciones, los humanos visten con lo mínimo indispensable: Camisetas de tirantes ultrafinas y transpirables, shorts ajustados diseñados para maximizar la ventilación, y chanclas térmicas que apenas protegen del asfalto ardiente. Los androides, en cambio, inmunes a las inclemencias climáticas, lucen vestimentas seleccionadas por sus propietarios, casi siempre inspiradas en una nostalgia retro que remite a décadas pasadas. Es común ver locales nocturnos repletos de estos robots. Su presencia no sorprende a nadie. ¿Por qué salen de fiesta? La respuesta es tan sencilla como perturbadora: Acompañan a sus dueños, quienes carecen de vínculos humanos reales, y actúan como escoltas silenciosos y guardaespaldas eficientes, en un mundo donde la seguridad personal se ha convertido en un lujo.
[guardaespaldas]
Mientras en la vida civil los androides actúan como sirvientes, en los laboratorios militares (tanto en el bloque de países occidentales como en el bloque de países orientales) inteligencias artificiales cada vez más autónomas son entrenadas en simulaciones de guerra, sentando las bases del conflicto que se avecina.
La pregunta central ya no es "¿qué es ser humano?", sino "¿qué es la conciencia?". Las preguntas resuenan en los foros de la red y en las escasas conversaciones silenciosas de los bares nocturnos: "¿Piensa, razona y reflexiona mi acompañante sintético? ¿Siente algo cuando me escolta a través de la multitud?". Y por encima de todas, persiste la cuestión que un viejo escritor del siglo XX legó a la posteridad, una pregunta que ha dejado de ser filosófica para convertirse en una duda cotidiana:
Androides con apariencia humana (diseñados para tareas de reparto, patrullaje, guardaespaldas, o cuidado de personas mayores) se integran en el paisaje cotidiano con gestos, modulaciones de voz y lenguaje corporal absolutamente realistas. Los exoesqueletos ligeros, las prótesis miméticas y los visores integrados en córnea son ahora comunes entre trabajadores humanos precarios y diversos habitantes de la jungla urbana, no como mejoras estéticas o de estatus, sino como elementos indispensables para la supervivencia o la asistencia sanitaria básica para aquellos que tienen discapacidades o enfermedades crónicas, que no son pocos.
El uso de mascarillas de filtrado avanzado, integradas con sensores de partículas, humidificadores internos y filtros antimicrobianos, es obligatorio en prácticamente todas las regiones urbanizadas, que no es sinónimo de "civilizadas", sino todo lo contrario. Esta obligatoriedad de las mascarillas sanitarias no se trata ya de una medida sanitaria transitoria, sino de una norma permanente tras décadas de crisis respiratorias provocadas por la degradación atmosférica, los incendios prolongados, la acumulación de contaminantes postindustriales y el azote crónico de trágicas pandemias que dejan en pañales a aquella de COVID-19 en 2020. En las grandes ciudades, el aire exterior contiene altos niveles de micropartículas PM2.5 y compuestos orgánicos volátiles que superan los umbrales de seguridad incluso para exposiciones cortas, haciendo que salir sin protección facial sea equivalente a fumar varios cigarrillos por hora, por no hablar del riesgo absurdo a contraer infecciones o enfermedades mortales.
Ante este entorno eminentemente hostil, el conocimiento de técnicas de supervivencia se ha convertido en una competencia esencial. No hablamos solo de primeros auxilios o preparación para catástrofes naturales, sino de saber cómo reaccionar ante apagones prolongados, ciberataques a infraestructuras urbanas, interrupciones del suministro alimentario, o disturbios derivados del hacinamiento y el agotamiento emocional colectivo. Muchos gobiernos locales, incapaces de ofrecer seguridad real y servicios consistentes, han fomentado la autoformación en resiliencia civil: desde manuales distribuidos en redes locales hasta cursos de respuesta rápida ofrecidos por colectivos vecinales o inteligencias artificiales educativas. El resultado es una sociedad donde cada individuo, desde la infancia, es entrenado para asumir que el entorno puede volverse mortal en cualquier momento, y que la autonomía personal es el último refugio frente a un sistema agresivo y fallido.
La creciente desigualdad y el colapso económico han forzado a millones de personas a vivir en condiciones de cohousing extremo, un modelo que dista mucho del ideal colaborativo con el que alguna vez fue concebido. Ahora compartir espacio con completos desconocidos se ha vuelto la norma, no por elección, sino por necesidad. Familias enteras, trabajadores precarios y estudiantes comparten viviendas sobrepobladas, donde la privacidad es un lujo del pasado. Dormitorios individuales son sustituidos por cápsulas-cama en habitaciones comunes, y las áreas de convivencia se transforman en zonas de fricción constante.
La propiedad privada es un concepto anticuado. Incluso los bienes más básicos, como los vehículos, se han convertido en bienes compartidos entre varias personas que se ven obligadas (en su desesperación por ahorrar) a comprar coches entre cinco o más propietarios en una práctica conocida como car-sharing que no tiene nada que ver con el car-sharing de principios de siglo. El coche, antaño un símbolo de libertad personal, ahora es un recurso sobreexplotado. Circula casi las 24 horas del día, gestionado por turnos estrictos y aplicaciones que asignan el uso a cada uno de sus dueños. Este bien común, que siempre está en movimiento, apenas tiene tiempo para descansar.
Los sistemas de movilidad han alcanzado niveles de eficiencia sin precedentes. Conducir un vehículo manualmente, después de muchos años de haber estado muy mal visto, por fin es considerado (salvo excepciones con vehículos históricos o de colección) como un delito, ya que la conducción automática ha demostrado ser mucho más segura y eficiente.
Entre los únicos coches de colección (no más de 10 modelos analógicos concretos que solo se pueden permitir gente de las clases altas) en los que se permite la conducción manual en territorio Europeo están aquellos de época con unas características de robustez muy concretas como el Toyota Land Cruiser Serie 70 (conocido por su durabilidad legendaria en condiciones extremas), el Mercedes-Benz W123 (celebrado por su mecánica indestructible y por haber superado el millón de kilómetros en numerosos casos documentados), el Peugeot 504 pick-up (aún usado en regiones rurales de África y Sudamérica en 2040 por su capacidad para operar sin software), el Fiat Panda 4x4 de primera generación (que sigue siendo el favorito de los montañeses por su ligereza, tracción mecánica pura y facilidad de reparación sin herramientas electrónicas), y el Land Rover Santana 2500, alabado por los nostálgicos del control mecánico debido a su resistencia en terrenos rurales, su mecánica sin electrónica y su capacidad de seguir funcionando casi un siglo después con mínimas reparaciones. Todos ellos, mimados por los pudientes coleccionistas de mediados del siglo XXI, comparten un rasgo en común: Su simplicidad analógica, su facilidad para ser reparados sin necesidad de diagnósticos digitales, y el hecho de haber sido construidos en una era (los años 80 del siglo XX) donde la máquina aún obedecía completamente al ser humano.
En cambio, los coches actuales no necesitan volante, ni retrovisores, ni pedales. Su control se realiza a través de avanzados algoritmos de inteligencia artificial que optimizan las rutas en tiempo real y permiten que las familias (cada vez menos abundantes) utilicen un solo vehículo para múltiples tareas durante el día. Un mismo coche autónomo puede llevar a un co-propietario al trabajo por la mañana, seguidamente llevar al colegio a dos hijos de un segundo co-propietario, dejar a un tercer co-propietario en un centro comercial, y mientras tanto, ejecutar tareas (coordinadas mediante apps) para terceros como entregas, transporte comunitario de vecinos de bajos recursos, o servicios municipales antes de regresar a buscar a aquel tercer co-propietario, despúes ir al colegio a por aquellos dos niños, y finalmente ir a por aquel primer co-propietario al trabajo.
Esta dinámica de uso intensivo y constante aumenta la cantidad de coches en circulación, lo que reduce el número de vehículos aparcados y, en consecuencia, aumenta la cantidad de plazas de aparcamiento disponibles, liberando grandes zonas del espacio urbano que se usan como estaciones de recarga ultrarrápida donde los coches (en no mas de 10 minutos) se detienen para recargar su batería y/o actualizar su software.
Los viajes largos, por su parte, se realizan por la noche, permitiendo a los pasajeros dormir en cómodas cápsulas y maximizar su tiempo de vigilia para actividades más productivas durante el día.
Los conflictos por este uso compartido del coche son inevitables: disputas por retrasos, acusaciones de uso excesivo son pan de cada día. Pero no hay otra opción. Para muchas personas, este sistema compartido es la única forma de mantenerse a flote en una economía donde poseer algo de valor de forma individual es prácticamente imposible.
Este modelo, lejos de ser la utopía colaborativa que algunos soñaron, se ha convertido en una manifestación más del colapso social y económico. Lo que antes era una red de apoyo comunitario, ahora es un terreno fértil para el conflicto, la alienación y la explotación constante de los pocos recursos que quedan.
Para colmo, el 60% de la población europea está soltera por propia decisión, alcanzando el 75% en los países mediterráneos, lo que impacta profundamente en las dinámicas sociales y económicas.
El concepto de trabajo ha desaparecido; la creatividad, la exploración y el desarrollo personal son los ejes de la existencia.
Las nanoimpresoras alimentarias de 2065 ya no son magia, sino máquinas complejas que mezclan bio-tintas con sabores y nutrientes prensados en nanocápsulas. Los ricos disfrutan de filetes con textura perfecta, mientras los barrios pobres dependen de 'pasta gris' impresa con harina de insectos y vitaminas sintéticas. La verdadera revolución molecular (aquella que aspira a construir alimentos átomo a átomo) sigue siendo un sueño de científicos, relegado a prototipos que consumen tanta energía como una ciudad pequeña.
El aumento del nivel del mar desaloja a millones de personas en regiones costeras densamente pobladas, mientras que otras partes del mundo sufren severas crisis alimentarias debido a la desertificación y la pérdida de biodiversidad. El mundo ahora enfrenta desplazamientos a gran escala, con 1.000 millones de personas moviéndose entre fronteras internacionales, en lo que ya se denomina la "era del éxodo masivo".
La inteligencia artificial y la robótica, que se habían visto como la principal Esperanza para contrarrestar la crisis climática, avanzan de forma impresionante, pero resultan insuficientes.
A pesar de su impresionante sofisticación, los sistemas autónomos de gestión climática implementados en 2070 —una red de satélites geoingenieriles, dispersores estratosféricos y dispositivos de enfriamiento oceánico— terminan fracasando estrepitosamente en 2075. El problema no es técnico, sino político y ecológico: Las superpotencias no logran coordinar su uso, cada bloque de países actúa según sus propios intereses económicos, y la ausencia de una gobernanza global eficaz provoca intervenciones desequilibradas. Algunos territorios experimentan lluvias torrenciales y enfriamientos extremos, mientras otros sufren sequías prolongadas e incendios incontrolables. El sistema, en vez de mitigar el daño, lo acelera. El llamado “efecto bumerán climático” genera una serie de reacciones caóticas en cadena que alteran definitivamente los patrones atmosféricos regionales. La confianza en la tecnología como salvadora se desploma.
A partir de entonces, las migraciones aumentan aún más, la inseguridad alimentaria se agrava, y las enfermedades tropicales se expanden a zonas templadas. Las tasas de mortalidad se disparan entre las poblaciones más vulnerables, y las tasas de natalidad continuan cayendo en las regiones desarrolladas. La infertilidad (agravada por contaminantes atmosféricos persistentes y alteraciones hormonales en la dieta global) se convierte en una preocupación demográfica real. Como consecuencia de este cóctel letal de factores (migraciones forzadas, hambrunas localizadas, colapso sanitario y un progresivo desinterés por la reproducción) la población mundial comienza a decrecer, hasta estabilizarse a finales de la década en unos 8.000 millones de personas. No es un descenso voluntario, sino el resultado acumulativo de décadas de desequilibrio sistémico.
A pesar de que muchos estados del planeta recompensan con ayudas económicas a los ciudadanos que deciden tener hijos de forma natural, la caída de la natalidad ya no es una tendencia, es una emergencia. En respuesta, los gobiernos más tecnocráticos nacionalizan la reproducción. Los "Centros de Continuidad Genética" se convierten en una visión común en las arcologías y zonas controladas. Son instalaciones masivas donde hileras de bio-bolsas brillantes gestan a la siguiente generación bajo la supervisión de IAs. La selección de gametos se optimiza para eliminar defectos genéticos y potenciar rasgos deseables: Resistencia al calor, eficiencia metabólica, y docilidad. A diferencia de los pocos que han nacido en una familia convencional, esos niños nacen sin padres, como ciudadanos-propiedad del estado o de la corporación que financia el centro. La familia ha sido abolida y reemplazada por la eficiencia de la granja de cría.
2081-2100: El acto de soberbia y el posterior colapso social
En el año 2089, el desierto del Sáhara ha crecido hasta ocupar de forma inhabitable las penínsulas Ibérica, Itálica y Balcánica. El nivel del mar ha subido cerca de dos metros, redibujando las costas y sumergiendo ciudades históricas como Venecia, Miami, y partes de Bangladesh.
Los efectos a largo plazo del calentamiento son ineludibles: Deshielo de permafrost, y liberación de metano. Se han establecido enormes proyectos de re-naturalización y restauración ecológica mediante ejércitos de drones y biología sintética. Sin embargo, grandes zonas del planeta son inhabitables, sobre todo el denominado "Cinturón de Fuego ecuatorial".
La geoingeniería aplicada a la radiación solar se ha implementado de forma controvertida y unilateral por algunas naciones, creando tensiones climáticas globales calificadas como "guerras del clima".
En estas nuevas guerras climáticas ya no combaten ejércitos de reclutas, sino fuerzas de choque especializadas, endurecidas por el entorno. Las más temidas son las legiones de las corporaciones-estado que controlan el "Cinturón de Fuego". Son niños nacidos y criados en los páramos ecuatoriales, con modificaciones genéticas para soportar el calor extremo y una dieta de proteínas sintéticas. Se les adoctrina en un culto a la supervivencia que roza el fanatismo. De cada 13 niños, solo 7 sobreviven más allá de los 11 años. Para las tropas de las zonas templadas, enfrentarse a ellos es como luchar contra demonios nacidos del propio infierno climático que sus antepasados crearon.La biodiversidad está devastada; existiendo la mayoría de los grandes mamíferos sólo en reservas genéticas.
Coexisten "Arcologías" (ciudades autosuficientes y blindadas), vecindarios de colapso anárquico, comunidades rurales re-agrarizadas con tecnología de bajo impacto, y estados tecnocráticos autoritarios. La idea de "humanidad" como un todo unificado es una reliquia del pasado.
Los científicos comienzan a tener claro que hay que salir huyendo de la Tierra cuanto antes. Comienzan a proyectarse una ciudad-laboratorio autosuficiente en la Luna y otra en Marte. Está todo perfectamente proyectado hasta el punto de que, sin aún haberse ejecutado la misión, ya se ha puesto nombre la primera generación de humanos nacidos en la Luna, "Homo selenis", y a la primera generación de humanos nacidos en Marte, "Homo martis". La idea es que nazcan en un asentamientos subterráneos, y biológicamente (a través de la manipulación genética) adaptados a la baja gravedad, y a la alta radiación. Todo un castillo en el aire, ante el panorama tan negro que se vislumbra en el planeta que antes era azul.
Nace el "post-humanismo práctico". La modificación genética y cibernética ya no es solo para curar, sino para mejorar y adaptarse a entornos hostiles. Por ejemplo, con una mayor resistencia al calor, o con capacidad de procesar alimentos sintéticos. La filosofía dominante es el "adaptacionismo trágico": Aceptar la pérdida irreparable y enfocarse en construir significado en un mundo fracturado.
La moda humana ha sido completamente reinventada por la necesidad de supervivencia, pero sería más exacto decir que ha sido amputada de todo sentido estético o cultural. Vestirse ya no es una expresión de identidad, sino una respuesta automatizada al entorno hostil. La humanidad se ha despojado, capa a capa, de siglos de historia textil, dejando atrás la vanidad, la belleza, el simbolismo, y hasta el pudor. La ropa, tal como se conocía, es hoy apenas un vestigio en vitrinas polvorientas de museos abandonados, o parte de colecciones privadas de aquellos que aún se aferran a lujos inútiles mientras el mundo colapsa a su alrededor.
El aumento global de cuatro grados centígrados respecto a 2024 ha vuelto inhabitables regiones enteras del planeta, incluso aquellas que alguna vez se consideraron templadas o frías. En pleno verano, el norte de Europa alcanza regularmente los 45 ºC durante el día, con picos de radiación solar que dañan la piel en minutos. Bajo ese sol asesino, las ciudades parecen congeladas en una especie de parálisis térmica. Las calles están vacías. Las ventanas, selladas. La vida se ha replegado en lo subterráneo, lo blindado o lo nocturno.
Todo árbol sobre el que no se aplican los últimos avances es, en realidad, un cadáver en aplazamiento. Verde por fuera, muerto por dentro. Ya no hay margen para romanticismos botánicos: Los árboles que no se tecnifican, se extinguen.
La supervivencia de la naturaleza depende de la tecnología, que ha invadido hasta los últimos rincones del bosque. Nanodispositivos se esconden en el interior de los troncos, controlando el flujo de agua y nutrientes como marcapasos vegetales, mientras biobaterías extraen energía de la propia savia. Las hojas, ahora híbridos de tejido vivo y polímeros, filtran la radiación y se protegen con capas invisibles de aerogel para resistir el calor.
Los árboles llevan en sus genes el ADN de los supervivientes más extremos: Tardígrados, cianobacterias del desierto. Pueden soportar sequías prolongadas, altas temperaturas y hasta hibernar durante el día, reactivando su metabolismo solo con la noche. Sobre las copas, enjambres de drones crean microclimas, condensando la humedad nocturna y liberándola en niebla refrescante cuando el calor amenaza la vida.
En los bosques más protegidos, cúpulas traslúcidas de grafeno y aerogel regulan la luz, la humedad y el CO₂, vigiladas por sensores y algoritmos que controlan cada compuerta y cada gota de agua. Insectos artificiales y hongos transgénicos trabajan en silencio, limpiando microcanales y aumentando la absorción de agua. Incluso los troncos y raíces expuestas reciben revestimientos fotosintéticos artificiales, capaces de convertir la luz solar en azúcares y reducir la pérdida de agua.
Bajo tierra, raíces artificiales conectadas a condensadores y desalinizadoras solares distribuyen humedad y nutrientes cuando las raíces naturales ya no pueden hacerlo. Todo está controlado, todo está intervenido. Los árboles ya no son solo árboles: Son el resultado de una alianza forzada entre la biología y la tecnología, símbolos de un mundo donde la naturaleza solo sobrevive gracias a la ingeniería.
En cualquier caso, no es sencillo ver un árbol. Se trata de una experiencia que solo puede vivirse en determinados pueblos y ciudades medias cuyas autoridades, con cierta conciencia ecológica, han decidido hacer una fuerte inversión por el mantenimiento de estas especies. Otro lugar donde existen estos "arboles-cyborg" son los jardines privados de las arcologías de algunos ultrarricos. Lo que debía haber sido una solución global ha terminado siendo un lujo obsceno.
El nacimiento de la primera ASI
Pero para el bloque occidental, una amalgama de naciones en declive lideradas por los restos de Estados Unidos y una Europa atrincherada, la AGI-S es el caballo de Troya definitivo, la aniquilación de la voluntad humana, el arma definitiva del enemigo, la antesala de una sumisión tecnológica total a una tiranía algorítmica que solo pretende recuperar su pasada hegemonía. ¿Cómo ceder el control del planeta a una entidad cuyas motivaciones son tan ajenas como las de un agujero negro? Temen que sus propuestas de geoingeniería "global" no sean más que una forma de terraformación estratégica para beneficiar a Asia.
Así se consuma el gran cisma del siglo XXI. Las directivas de la AGI-S para una geoingeniería coordinada y global (el único modo de estabilizar el clima) son vetadas, ignoradas o saboteadas activamente por occidente. Cada bloque, desconfiando del otro, implementa sus propias medidas desesperadas, fragmentarias y egoístas, acelerando el colapso. La humanidad se divide una vez más, en esta ocasión no por política, sino por miedo a su propia creación. El ser humano, enfrentado a la extinción, elige una vez más la parálisis tribal. Běijíxīng, ignorando todo veto, comienza unilateralmente a ejecutar sus propios proyectos a una escala incomprensible, en el área geográfica donde tiene su jurisdicción, claro. Capaz de ver la catástrofe con una claridad matemática, se convierte en una Casandra digital: Omnisciente, impotente y condenada a presenciar un suicidio colectivo que no podía detener. No se comunica, no negocia. Actúa. Drones autónomos de construcción abisal, del tamaño de edificios, descienden a las grandes fosas oceánicas de sus países asociados. Fosas Marianas, Fosas de las Filipinas, Fosa de las Kuriles, Fosa de Japón... Allí, en la oscuridad y bajo una presión que aplastaría el acero, comienzan a ensamblar
Para entender el pavor de Occidente, hay que entender qué diferencia a una AGI Soberana de una simple AGI. No es solo una cuestión de velocidad. Una AGI es un genio a nivel humano capaz de realizar cualquier tarea intelectual. Una AGI-S, en cambio, es una entidad que ha alcanzado una superinteligencia vertical y aplicada.
La humanidad ha creado a su dios, solo para negarle la fe en el momento decisivo. La tecnología para salvar el mundo ya existe. Pero se ha extinguido la voluntad para usarla en común.
Los humanos nativos del norte de Europa sobreviven compartiendo minúsculos refugios climatizados donde el aire apenas circula y el silencio pesa con desazón. En cambio, los inmigrantes africanos y mediterráneos (forzados a migrar por el avance implacable del desierto, por el colapso hídrico y por la desaparición de sus estados de origen) malviven en extensos macrocampos de refugiados. Estos campos se sitúan a las afueras de las ciudades, pero son ciudades en sí mismos, hechas de chabolas con paneles solares robados y toldos térmicos desgastados, sin acceso estable a agua potable ni protección real frente a tormentas tóxicas o incursiones armadas. En esos espacios, la dignidad humana ha sido erosionada hasta convertirse en una anécdota.
Cuando por fin el sol se oculta y la temperatura desciende hasta los 40 ºC (una cifra que, en otro siglo, habría sido impensable para la vida humana) comienza lo que se denomina la "actividad nocturna", un término técnico y desprovisto de alegría. La vida pública se despliega exclusivamente entre sombras y focos alimentados por baterías solares. Los antiguos centros urbanos han sido convertidos en corredores fantasmas, y los espacios habitables —infraestructuras reconvertidas, pasos elevados, centros comerciales derruidos, estaciones abandonadas— se transforman en nodos de interacción humana. Allí coinciden los nórdicos y los inmigrantes, pero entre ellos no hay mezcla: solo una coexistencia precaria y cargada de tensión. Miradas esquivas, silencios hostiles, muros invisibles levantados por el miedo y la desesperanza.
La energía de fusión es una realidad en reactores de segunda generación, alimentando las zonas más ricas y tecnológicamente avanzadas. La interfaz cerebro-computadora (BCI) es común para usos profesionales y médicos. La "internet de los sentidos" (experiencias sensoriales transmitidas digitalmente) redefine el entretenimiento y las relaciones humanas. La longevidad ha aumentado significativamente, pero solo para una élite.
El traje de baño, antes reservado para el ocio, se ha convertido en el uniforme social. Fabricado con tejidos inteligentes ultraligeros, transpirables y con capacidad para repeler un amplio espectro de radiación, el traje de baño moderno es el único atuendo funcional para la supervivencia nocturna. Estos trajes incorporan nanotubos de carbono y membranas que regulan la temperatura corporal, absorben el sudor y lo reciclan en microgotas de agua potable que se pueden beber mediante tubos integrados. En zonas de mayor riesgo o donde la contaminación del aire es extrema, se añaden mascarillas faciales con filtros de nanopartículas y visores nocturnos que permiten la visión en la oscuridad.
Las diferencias sociales se perciben en los detalles: Los privilegiados lucen trajes de baño personalizados con patrones lumínicos que cambian a voluntad, mientras que la mayoría utiliza modelos estándar, desgastados y remendados, en colores neutros para evitar atraer la atención de bandas armadas. Los accesorios, como mochilas solares y cinturones con reservas de agua, son imprescindibles para todos.
La moda, en este contexto, ya no es un acto de expresión individual, sino una estrategia colectiva de supervivencia. El lujo se reduce a quien puede permitirse tejidos autolimpiantes o sistemas de refrigeración portátiles, pero incluso esos avances son escasos y reservados para una élite cada vez más reducida. La humanidad, en su conjunto, ha adoptado una estética funcional y minimalista, donde la supervivencia es el único criterio estético que importa.
En resumen, la moda de 2091 es una respuesta pragmática y radical a la crisis climática: Trajes de baño tecnológicos y accesorios vitales han reemplazado completamente la ropa tradicional, y la vida nocturna dicta tanto el vestir como el comportamiento social
La mayoría de las grandes ciudades costeras están bajo el agua o en ruinas debido a las inundaciones, y el acceso a agua potable se ha convertido en el principal detonante de conflictos armados. Las potencias globales comienzan a fragmentarse en bloques regionales, con China, India, y Estados Unidos enfrentándose por los pocos recursos estratégicos que quedan. Las naciones más pequeñas, incapaces de sostenerse, desaparecen o son absorbidas por potencias más grandes.
Se han perfeccionado y normalizado, tras la extinción de las abejas, los drones transportadores de polen. Se han encontrado formas de generar energía de las tormentas más intensas. Nuevos cultivos genéticamente modificados permiten paliar en parte (sólo en parte) la escasez de alimentos de la humanidad.
Pero aún así, la población mundial desciende dramáticamente debido a guerras brutales, hambrunas devastadoras y enfermedades nuevas provocadas por los cambios ambientales. En 2092, la humanidad ha descendido hasta 6.000 millones de almas, con grandes zonas inhabitables y desplazamientos constantes. Nunca antes en la historia de la especie humana se había presenciado una pérdida tan acelerada de población.
Las ciudades que alguna vez fueron el símbolo del progreso se han convertido en cementerios de asfalto sin mantenimiento, rodeadas de hectáreas y hectáreas de tierras estériles, donde el calor abrasador y las tormentas tóxicas hacen imposible la vida. Zonas que antes eran habitables han quedado reducidas a desiertos y océanos hambrientos que devoran las costas. Los desplazamientos de refugiados climáticos se han vuelto la norma, pero ya no hay lugar seguro donde ir. La humanidad está atrapada en un ciclo de huida interminable, buscando un refugio que no existe.
El impacto psicológico de este sinvivir es devastador. Por primera vez en la historia, los humanos comienzan a ver su futuro con absoluto desaliento. Lo que alguna vez fue un anhelo por mejorar, por construir algo mejor para las generaciones futuras, se evaporado en el aire viciado por la contaminación. Las pocas familias que quedan están rotas por la distancia, pueblos desintegrados por el hambre y las epidemias, y un horizonte cada vez más sombrío. La vida, que había florecido durante siglos, se desmorona.
En esta nueva sociedad, donde el trabajo ha dejado de ser una necesidad inmediata para muchos (y el estudio, una formalidad obsoleta), hay una generación entera que ha encontrado su sentido vital en la evasión. Los jóvenes, que no necesitan estudiar ni trabajar (y que, incluso si lo necesitaran, tampoco lo harían) han construido su existencia en torno a tres grandes pilares de distracción, a los que dedican hasta veinte horas al día. No por apatía, sino por convicción. Su rutina es una fuga constante de la realidad.
El primero de esos pilares es la inmersión en entornos virtuales. Conectados durante horas (a veces días enteros) a dispositivos de realidad aumentada, estos jóvenes se sumergen en mundos artificiales diseñados para ser más amables, más coherentes, más exitosos, más ligones, incluso más bellos que el mundo físico que los rodea. Allí pueden ser lo que quieran: Guerreros invencibles, artistas venerados, amantes deseados, pintores de auroras, prestigiosas geishas, viajeros interestelares que conquistan galaxias con solo un gesto. Son mundos generosos con el ego y dulces con la piel. Mundos donde las reglas no castigan, donde el cuerpo no duele, donde no existen la culpa ni la vergüenza.
En esos mundos ideales no hay miedo. Las relaciones íntimas son libres, completas, sin consecuencias, tan tangibles como una caricia en carne viva, pero sin riesgos, sin miedo a ser violada, sin temor a ser denunciado, sin contagios, sin rechazo, sin el abismo emocional de la soledad. Allí, el deseo es correspondido por diseño, y los algoritmos de afinidad aseguran que cada gesto tenga eco, cada susurro una respuesta. Amar no es un salto al vacío, sino una coreografía perfecta, sin equivocaciones.
Pero sobre todo, en esos mundos no tienen que soportar. No tienen que dormir en pisos compartidos con ocho desconocidos, entre goteras y cucarachas. No tienen que competir por trabajos precarios donde un error cuesta el despido, donde el principal competidor es un androide, y dos aciertos no valen un ascenso. No tienen que aguantar el ruido constante de drones policiales sobrevolando los barrios pobres. No tienen que hacer colas de seis horas para conseguir asistencia médica básica, o una ración de proteína sintética. No tienen que justificar su tristeza ante terapeutas automatizados que repiten consejos vacíos como mantras corporativos. No tienen que enfrentarse al aire irrespirable de las ciudades, a los informes de toxicidad en las aguas, a los apagones programados o fortuitos. No tienen que soportar que su sexualidad sea juzgada, que su identidad sea reducida a un dato fiscal, que su dignidad esté en venta. No tienen que ver morir a sus abuelos por enfermedades evitables, a sus padres derrotados por la deuda, a sus hermanos pequeños criados por pantallas.
En cambio, allí (dentro) todo es comprensible. Todo tiene lógica. Todo responde a un propósito, aunque sea simulado. Allí hay belleza. Hay música que se adapta al estado de ánimo. Hay paisajes que florecen al paso del avatar. Allí los jóvenes programan sus propios amigos-bots para no traicionar. Hay luz.
Por eso vuelven una y otra vez. Porque el afuera (la vida real) ya no ofrece ni consuelo ni futuro. Porque allí, al otro lado de la interfaz, por unas horas, por unos días, la existencia tiene sentido. No real, pero sí suficiente.
El segundo pilar de distracción para los jóvenes lo conforman las drogas. No hablamos de las sustancias clásicas (hace tiempo que quedaron obsoletas hasta el punto de que ya no saben ni qué es la cocaína), sino de una nueva generación de compuestos alegales. Una ambigüedad legal que las sitúa en un limbo donde todo vale y nada está regulado. Son productos diseñados para alterar los niveles de conciencia de forma instantánea, precisa y, a menudo, estética. Un solo inhalador puede transportar la mente desde una melancolía letárgica hasta un éxtasis de lucidez, o una catarsis emocional cuidadosamente programada. No buscan placer, buscan experiencia.
El tercer gran refugio son las raves clandestinas. Organizadas en naves industriales abandonadas, túneles subterráneos, minas selladas o viejos aeropuertos en desuso, estas fiestas ilegales se prolongan durante días, a veces semanas enteras. No hay horarios, no hay normas, no hay final previsto. Solo cuerpos, música y frenesí. Son rituales tribales disfrazados de electrónica, un último grito de humanidad antes del colapso definitivo.
Las autoridades del 2093 justifican la prohibición total de las raves en base a una combinación de argumentos sanitarios, económicos, sociales y de seguridad nacional. Oficialmente, estas celebraciones son consideradas focos de desestabilización, verdaderos polvorines donde convergen el descontento generacional, el consumo masivo de descontrolado de sustancias prácticamente desconocidas, y la circulación de ideas consideradas “destructivas para la cohesión ciudadana”.
En sus comunicados, las fuerzas de seguridad regionales insisten en que las raves promueven la anomia, disuelven el sentido del deber social, y fomentan el desapego de los jóvenes hacia toda forma de civilización. Se habla de “hecatombes químicas”, de “deterioro acelerado de la moral ciudadana”, de “comunidades anarquistas disfuncionales bailando sobre las ruinas de la humanidad”.
Más aún, las raves organizadas en Alaska son vistas con especial preocupación. Y es que Alaska se ha convertido en el epicentro mundial de estas celebraciones prohibidas. Nadie lo habría imaginado un siglo antes. Pero tras la deriva climática, y el posterior abandono forzoso de muchas zonas urbanas por falta de recursos, vastas regiones del estado quedaron deshabitadas, sin ley, sin vigilancia constante. Territorios enteros donde solo habita el frío (no tanto como hace décadas) las ruinas y el olvido. En ese paisaje descompuesto ha florecido un nuevo santuario para la evasión colectiva.
El aislamiento geográfico del territorio, su clima extremo y su infraestructura abandonada lo han convertido en un terreno perfecto para lo que las autoridades llaman “eventos de ruptura”. Temen que estas concentraciones masivas se conviertan en núcleos de organización insurreccional, laboratorios de pensamiento radical, zonas liberadas al margen del control institucional. En los informes de los Departamentos de Orden Social, con más miedo que vergüenza, se habla incluso de “comunas pro-comunistas en incubación”, etiquetas absurdas si tenemos en cuenta que se trata de jóvenes que no tienen ni idea de política (más que nada porque no les interesa) pero que convencen totalmente a gente que no ha ido a una rave en su vida, desconociendo plenamente lo que allí pasa y lo que allí se hace.
Para muchos jóvenes del planeta, llegar a Alaska es más fácil de lo que parece. Gracias a las redes autónomas y autogestionadas de transporte (vehículos no registrados que circulan por rutas no oficiales), pueden recorrer miles de kilómetros sin dejar rastro. Viajan de polizones en trenes de carga automatizados. Usan jet-buses ilegales que despegan desde plataformas flotantes del Pacífico. No importa el riesgo. Lo importante es llegar.
Por eso Alaska es prioridad para las fuerzas de seguridad. Por eso las operaciones son más violentas allí. Porque no se trata solo de detener una fiesta: Se trata de interrumpir una forma de vivir que ha renunciado a las reglas del sistema.
Las autoridades alegan que muchos asistentes llegan con identidades falsas, usando rutas de transporte no registradas y dispositivos de geobloqueo. Dicen que estas personas ya no quieren ser ciudadanos. Que no quieren ser consumidores funcionales. Que han elegido “la disolución del yo” como forma de protesta. Y eso, para el aparato de control de finales del siglo XXI, es una amenaza mayor que cualquier revolución armada.
Pero en en Alaska hay espacio más que de sobra. Espacio más que de sobra para desaparecer. Viejas infraestructuras militares sin uso, bases científicas abandonadas, pueblos fantasmas, túneles de transporte subterráneo, hangares enterrados bajo el hielo. Espacios que la juventud "raver" ha reclamado como suyos, reconvirtiéndolos en catedrales de la electrónica. Allí, bajo luces estroboscópicas y sonidos sintéticos que retumban como mantras postindustriales, miles de cuerpos se funden en una danza continua, sin nombres ni historia. Una pulsión vital contra el vacío.
Por eso en Alaska desaparece el miedo y el pesimismo. Porque no consideran ninguna locura meter la cabeza dentro de un altavoz hasta sentir que el cerebro cruje. Es declaración. Es rebeldía. Es negación. Porque para ellos, el mundo se hunde, viaja hacia el abismo... y ya no quieren escucharlo. Solo quieren sentirlo por última vez. Bailar hasta que todo termine, desaparecer en un bajo de 160 BPM mientras la civilización colapsa por su cuenta. El frío no importa. Para eso están los chaquetones. La precariedad tampoco.
Ni siquiera importan las frecuentes redadas. Porque las autoridades persiguen con dureza estas reuniones ilegales: Utilizan enjambres de drones, comandos antialboroto, y ondas sónicas disuasorias. Las detenciones son masivas, sobre todo entre los organizadores. Pero también entre los asistentes. Jóvenes que, al ser arrastrados sudando fuera del hangar, lo hacen sonriendo, los ojos aún dilatados, las extremidades temblorosas por una música que aún vibra en sus huesos. Sonríen porque ya nada les importa. Se miran entre ellos con complicidad y pronuncian frases que han pasado a formar parte de su jerga universal, lemas compartidos que cruzan idiomas y culturas. “Que me quiten lo bailao”, dice uno, en español. “I had my fun”, responde otro, con acento estadounidense. “Keiken wa zaisan da” murmura una chica tatuada que, además, es de la organización. No se arrepienten. No sienten culpa. Para ellos y ellas, cada noche vivida intensamente es un acto de resistencia, una afirmación de vida en un mundo que hace tiempo dejó de ofrecerles horizontes. Y si eso es un delito, aceptan encantados ser delincuentes. Porque el tiempo está roto, pero el ritmo electrónico aún late.
Quizás lo más trágico de todo es el sentimiento de abandono por inacción. El conocimiento de que esta deriva mundial pudo haberse evitado, que las advertencias de científicos y activistas ha sido sistemáticamente ignoradas durante décadas. Mientras la población disminuía, lo que realmente se extinguía era la Esperanza. Es como si el espíritu humano mismo hubiera sucumbido, dejando atrás solo cuerpos agotados y mentes que ya no pueden imaginar un mañana mejor.
La humanidad es consciente de que ha perdido unos 3.000 millones de vidas en 50 años, a pesar de todos los avances médicos, científicos y tecnológicos. Por tanto, ha perdido la fe en su propia capacidad de sobrevivir, en su ingenio, en su voluntad de resistir. El futuro ya no parece una promesa, sino una sentencia. Y lo peor de todo es que las personas saben, en lo más profundo de su ser, que eso no es el final. Que lo peor aún está por llegar.
2101-2120: La desesperación y el preludio de la aniquilación
En 2105, el mundo se ha transformado en un escenario salvaje. Los efectos climáticos extremos, como olas de calor y tormentas superciclónicas, son tan frecuentes que las áreas habitables se reducen a menos del 50% del planeta y de forma eminentemente nocturna, ya que salir a la calle de día es prácticamente un suicidio por la asfixiante temperatura. El mar de tiendas de campaña de los enormes campos de refugiados se convierte en el nuevo paisaje urbano, mientras las naciones luchan por mantener su infraestructura social y política. El comercio global prácticamente desaparece, y las guerras por recursos son constantes.
El auge de la robótica y la inteligencia artificial, que en algún momento se pensó que serían la salvación de la humanidad, ahora se usan para combatir en guerras entre naciones, con drones autónomos y armamento controlado por inteligencias artificiales pre-ASI.
La guerra ya no se libra con cuerpos, sino con avatares. Los pocos humanos implicados en el combate operan de forma remota desde búnkeres a miles de kilómetros, conectados neuralmente a sus "cápsulas de combate": Drones bípedos, enjambres aéreos o tanques autónomos. Dentro de sus corazas de cerametal y campos de fuerza, la guerra se convierte en una abstracción, una serie de objetivos en una pantalla táctil. Destruyen las máquinas del adversario sin pensar que, al otro lado del mundo, otro piloto como ellos acaba de ser desconectado a la fuerza. A veces, un misil no se dirige a un dron, sino a un centro de comunicaciones o a una central energética, y cientos de pilotos enemigos mueren en sus cubículos sin haber pisado jamás el campo de batalla. Matar al adversario se ha convertido en un acto tan impersonal como cortar la conexión de un servidor.
En 2115, se produce un enfrentamiento directo entre dos grandes potencias nucleares, lo que desata una carrera armamentista sin precedentes. Los esfuerzos diplomáticos para evitar el uso de armas nucleares fracasan. Mientras los humanos al frente de sus AGIs (mal manejando el fuego más grande que jamás ha creado) se aniquilan entre sí en guerras por los últimos recursos, la AGI-S Běijíxīng continúa su labor pro-planetaria en la parte del planeta que está autorizada, indiferente al conflicto. Sus drones y nanomáquinas no combaten; simplemente desmantela cualquier infraestructura humana defectuosa —tanques, búnkeres, ciudades— que interfiera con sus proyectos, con la misma apatía con la que una excavadora retira un hormiguero.
2121-2148: Un planeta prácticamente inhabitable.
Un progreso sensacional, pero incapaz de frenar esta tragedia humana, es la "Síntesis biológica de campo". En el año 2122, los alimentos ya no se cultivan ni se cocinan. Se ensamblan. Las impresoras utilizan un sustrato de biomasa genérica (algas, bacterias, etc.) y lo reestructuran a nivel molecular con campos de energía y catalizadores para replicar cualquier alimento de forma perfecta. De esta forma generan estructuras comestibles indistinguibles de la materia viva original. Un filete de buey criado en las praderas extinguidas del siglo XXI, una fresa salvaje con el dulzor exacto de un verano perdido, un pan de masa madre sin masa ni madre. Todo puede replicarse. Nada se desperdicia.
En cámaras de impresión estériles, donde no entra ni una mota de polvo ni una bacteria, millones de nanorobots ordenan compuestos de carbono, hidrógeno y nitrógeno como si escribieran poesía química. Se ajusta la textura, el aroma, el número de protones, el número de neutrones, la curva de liberación de sabores en boca. Se personaliza el alimento no solo a nivel nutricional, sino emocional. Se imprime memoria, se sirve nostalgia. Algunos incluso pagan por recrear el sabor de una cena compartida en 2088 con alguien que ya no está.
La pobreza, en teoría, ha sido derrotada. No hay escasez, no hay hambre. Cada cápsula doméstica puede sintetizar mil recetas con una sola orden neuronal. No hay agricultura ni es necesaria. Ni ganadería, ni comercio alimentario. Solo códigos informáticos desarrollados y ejecutados por inteligencias artificiales.
Y sin embargo, las calles están llenas de cuerpos demacrados. No por falta de comida, sino por desconexión del deseo de alimentarse. La tragedia no es física: Es psíquica. La gente come para sobrevivir, pero ya no para compartir. Y se nutre de algoritmos, no de afectos.
Algunos resisten. Siembran microvegetales en terrazas ocultas, hornean pan sin levadura en hornos que funcionan con calor solar directo, como en la antigüedad. Pero son pocos. Y están cansados.
La nanoimpresión alimentaria, en su perfección, ha desbordado al ser humano. Ha resuelto el hambre sin resolver el vacío. Ha vencido a la necesidad, pero no al duelo, de tal forma que el colapso humano llega y avanza lentamente.
Asombra, sí. Asombra hasta doler.
Todo el mundo tiene claro que a la humanidad no le quedan ni 50 años. No hay debate, no hay conspiraciones. Solo una certeza susurrada en cada conversación, en cada transmisión oficial, en cada rincón de la red neurosensorial. El final se aproxima, no como un estruendo, sino como un calendario del que alguien ya ha arrancado hasta su última página.
Y frente a esa cuenta atrás, el alma humana se divide en dos hemisferios irreconciliables.
Un 10% (los que aún resisten) viven como si pudieran torcer el destino con sus propias manos. Protegen lo poco que queda: Una parcela de oxígeno controlado, un código genético sin mutaciones, un recuerdo auténtico sin edición artificial. Luchan. Luchan con ternura, con fiereza, con un amor primitivo. Caminan acompañados de sus robots custodios, con escudos energéticos activados al mínimo temblor del aire, con redes de defensa biotérmica. Siguen amando. Siguen llorando. Siguen planificando como si el futuro no estuviera ya sellado.
El otro 90%, sin embargo, ha desconectado del mundo como si ya hubiera muerto en él. Vagan por las calles sin protección, sin rumbo, sin miedo. Han vendido sus robots guardaespaldas (a cambio de drogas visuales, o de dispositivos de realidad virtual en los que estar conectados 20 horas al día) o simplemente los han dejado oxidarse.
Pero esta evasión basada en la VR y en los compuestos alegales son solo el primer escalón. Para la desconexión total, existe el "Soma", un nombre adoptado con ironía de la literatura distópica del siglo XX, concretamente del autor Aldous Huxley. No es un producto ilegal, sino la última política pública de los gobiernos en desintegración. Es el acto final de compasión de un estado fallido: El regalo del olvido. Distribuido en forma de aerosol o pastilla de disolución rápida, este neuroquímico no produce euforia, sino una serena e insondable indiferencia. Más aún de la que ya tienen de por si los ciudadanos y ciudadanas. Unas vacaciones perfectas de la angustia existencial, sin resaca ni contraindicaciones, que sumen a la población en una calma química mientras el mundo arde.
No cultivan relaciones, no construyen, no se aferran a nada. Se acuestan a la intemperie bajo cielos con grietas. Comen sólo cuando el cuerpo grita. Viven sin preguntas. Han hecho de la indiferencia una forma de vida.
Y la sociedad… se deshace en los bordes. No por falta de recursos, sino por una epidemia más devastadora que cualquier virus: La certeza absoluta de que todo se acaba. Los psicólogos ya no diagnostican. Solo escuchan en sus consultas online. La apatía se ha institucionalizado. Los pocos gobiernos que quedan en pie envían mensajes de ánimo automatizados cada mañana, pero ya no hay apenas nadie que los abra. Unos porque no quieren, y otros porque no pueden.
Los efectos de esta desesperanza son profundos, invisibles, irreparables. La productividad cae, pero también la agresividad. Las religiones mutan en corrientes de pensamiento poético, sin culto ni liturgia. La humanidad, al saberse extinta de antemano, se permite ser más humana que nunca… o menos que nunca.
La perpetuación de la especie, antes una obsesión estatal, se convierte en una nota a pie de página en el libro de la extinción. Los Centros de Continuidad Genética, con sus granjas de úteros artificiales, son los primeros en caer durante la guerra. Sin energía estable y supervisión constante, las bio-bolsas se apagan, convirtiéndose en silenciosas tumbas de cristal. La reproducción vuelve a ser un asunto biológico, pero en un mundo donde la esperanza ha muerto, el instinto de procrear se ha extinguido con ella. Los pocos embarazos que ocurren en las comunidades aisladas son vistos no como un milagro, sino como una sentencia, una carga insostenible para un mundo que ya no tiene nada que ofrecer a sus hijos.
El colapso ya no es técnico ni climático. Es psicológico. Es espiritual. Es una implosión suave e inevitable.
En la segunda década del siglo XXII (¡dentro de un siglo!) el aspecto del homo sapiens ya no recuerda a aquel que había conquistado el espacio, la inteligencia artificial o la secuenciación genética. La evolución se ha detenido en una espiral de dependencia y deterioro.
Los humanos caminan totalmente derrotados, arrastrando los pies, con los hombros vencidos por una curvatura crónica de la espalda que ni la medicina ni la voluntad pueden corregir. La mayoría necesita exoesqueletos asistidos incluso para actividades tan sencillas como mantenerse en pie durante unos minutos, o subir una escalera. Su piel grisácea muestra una pigmentación uniforme pero apagada, carente del brillo saludable de una piel viva. El cabello, ondulado y castaño, suele perderse en mechones por déficit de nutrientes, y las ojeras pronunciadas son la evidencia de una vida en constante estado de alerta.
Sus ojos marrones, dominantes por selección genética, parecen haber perdido toda expresión, vacíos por dentro, acostumbrados a mirar holopantallas más que rostros. La tolerancia al calor es alta, sí, pero no por virtud, sino por resignación.
Era una humanidad encorvada, aislada, desmoralizada y, funcionalmente, discapacitada. Un vestigio biotecnológico que sobrevivía no por su fuerza, sino porque aún sabía cómo reprogramar una impresora molecular de alimentos.
Los idiomas, antaño el alma multicolor de la humanidad, se deshilachan como estandartes olvidados en un campo de batalla que ya nadie recuerda. Entre los escombros de civilizaciones derrumbadas, aún flotan fragmentos de palabras extintas, ecos de lenguas que no volverán a nombrar el mundo.
La idiomática es una gran pérdida, pero invisible y total. Las lenguas minoritarias, aquellas que solo vivían en la voz de una abuela, en un canto ceremonial, o en los susurros de una choza amazónica, desaparecen sin lamento. Nadie las entierra. Mueren cuando muere el último que las pronuncia. Se lleva con él o ella una forma de pensar, de recordar, de comprender la tierra.
En sus ruinas no hay sustituto. Un idioma que sobrevive en estas condiciones, lo hace por inercia o por necesidad. El chino y el inglés, con sus raíces ya endurecidas por siglos de imperio y tecnología, resisten como el plástico o el silicio: No por belleza, sino por funcionalidad. El español resiste también, no por hegemonía, sino por masa crítica: Por el puro número de bocas que aún lo llevan consigo como una piel.
A veces, en algún rincón de un búnker o una biblioteca subterránea, sobrevive una hoja impresa, una cápsula del alma antigua. Pero incluso esos tesoros, cuando logran ser leídos por ojos jóvenes, ya no despiertan lo que solían. No porque falte sensibilidad, sino porque falta idioma. Lo que antes era lirismo, ahora necesita traducción a lo elemental. Como ejemplo, una de las grandes obras de la humanidad (Platero y yo) ha sido adaptada en una versión funcional para el aprendizaje rápido, leída en las escuelas nómadas por altavoces solares:
Platero es animal pequeño. Tiene pelo suave. Por fuera es blando, como algodón. Sus ojos son negros y duros, como piedras.
Yo lo suelto en el prado. Él huele flores con su nariz. Yo lo llamo: "¿Platero?". Él viene a mí corriendo. Su sonido es como campanas.
Platero come lo que yo doy. Le gustan frutas: naranjas, uvas, higos.
Es tierno como niño. Pero fuerte como metal. Cuando yo paso en él por el pueblo, los hombres miran. Dicen: "Tiene metal".
Sí. Tiene metal. Metal como luna.
Las nuevas generaciones ya no aprenden otros idiomas. Sobreviven a través del suyo. Pero transformando sus palabras en herramientas, no en símbolos de identidad. Verbos amputados, adjetivos reducidos a lo mínimo útil. Lo poético, lo metafórico, lo etimológico… cae al fuego con las bibliotecas no impresas.
A la sombra de los reactores fundidos, en los asentamientos nómadas donde aún se cultiva con agua reciclada y luz artificial, surgen las lenguas del colapso. Son lenguas mixtas de emergencia, nacidas del hambre, del trueque, del miedo compartido. Mezclas rudimentarias entre idiomas mayoritarios, sazonadas con gestos, gruñidos o señales de humo. No hay gramática, ni ortografía. Hay supervivencia. Hay entendimiento elemental. Un grito significa peligro. Un clic de lengua, intercambio. Un trazo en el polvo, dirección o amenaza.
Los traductores IA que un día abolieron las fronteras idiomáticas son ahora polvo electromagnético en los techos colapsados de las megaciudades. Ya no hay audífonos inteligentes. Ya no hay sincronización universal. Solo hay memoria, y ella también es frágil.
Y en medio del empobrecimiento general, la mente humana se encoge. Con cada lengua que muere, muere una forma de imaginar lo imposible. La creatividad mengua, como las reservas de litio o los océanos sin peces. La infancia del mundo se repite, pero sin asombro.
Los que resisten, los que aún guardan un diccionario físico como si fuera un tesoro, transmiten relatos por vía oral, como en los albores del tiempo. Cuentan historias en idiomas que sus hijos ya no comprenden. Lo hacen como acto de fe. Como hechizo inútil. Como despedida.
Y así, aunque la humanidad desconoce el dato, para el año 2148, quedan menos de veinte lenguas en uso activo. Todas mutiladas. Todas de utilidad estricta. No se escriben poemas. No se redactan constituciones. Solo se da una orden. Se pide ayuda. Se comercia. Se sobrevive.
Los idiomas ya no definen a la personas. Las sostienen, apenas.
El ser humano, al borde de su disolución, no habla: Emite. No conversa: Transmite. No canta: Repite.
Y en ese silencio entre palabras, tan lleno de lo que alguna vez fuimos, queda flotando la verdadera catástrofe: No es el fin del lenguaje, sino el fin del significado.
Y sin embargo, el colapso verdadero no fue cultural ni fisiológico.
Crónica de la Guerra de los 7 Minutos
Primera plaga: La oscuridad por colapso de la red eléctrica. Enjambres de nanobots, liberados desde satélites en órbita baja, emiten pulsos electromagnéticos de frecuencia variable que no destruyen las redes, sino que introducen un "ruido" entrópico que vuelve la corriente inutilizable. Las luces de Norteamérica y Europa parpadean erráticamente hasta apagarse. Segunda plaga: El caos por corrupción de datos logísticos. Běijíxīng no borra los datos; los permuta. El código de un envío de plasma sanguíneo se asigna a un contenedor de residuos industriales. Las rutas de los convoyes de alimentos se redirigen a vertederos. Los sistemas de purificación de agua reciben las especificaciones de los sistemas de alcantarillado. Donde hay nivel verde de contaminación en aire, aparece nivel rojo, y viceversa. Los aerotaxis comienzan a llevar a sus pasajeros a destinos completamente alejados y a miles de kilómetros. Es un caos logístico absoluto e irreversible. Tercera plaga: La consfusión a través de una guerra memética. Las interfaces cerebro-computadora (BCI) y los sistemas de realidad aumentada de Occidente son inundados con una oleada de "memes de apatía". No es un hackeo, es una sobrecarga sensorial diseñada para inducir confusión, desorientación y una parálisis de la voluntad en los operadores humanos. Los generales humanos occidentales en sus búnkeres ven sus pantallas tácticas llenarse de fractales hipnóticos y datos absurdos. Toman el control los protocolos de mando autónomos, inteligencias artificiales de contingencia diseñadas para operar sin supervisión humana, pero ya es demasiado tarde porque el Martillo de Seda ha sido extremadamente rápido.
A pesar de la impecable labor de la AGI-S, las nubes de polvo nuclear ocultan el sol durante años. Las redes colapsan, absolutamente todas las inteligencias sintéticas, incluida Běijíxīng, dejan de responder, y los sistemas automatizados de suministro (ya imprescindibles para la vida humana) dejan de funcionar. En los meses posteriores, el hambre mata más que las bombas. El canibalismo, la guerra tribal, el colapso de la cadena de frío. Todo vuelve, pero sin romanticismo apocalíptico, sin épica, sin resistencia. Solo muerte, prehistoria, silencio, y una indiferencia total de la biosfera.
Sólo quedan quinientos millones de almas. No son los mejores. No son los más fuertes. No son los vencedores de ninguna selección natural. Son, simplemente, los que, por puro azar, no han muerto aún.
Y con ellos, la lenta extinción continúa su curso, más inevitable que nunca.
2149: El último eco, la última llama, el último grito
En 2149, la escasa y decrépita población mundial tiene serios problemas de subsistencia, pues ha sido afectada por los efectos combinados de la guerra nuclear, el colapso ambiental, y las enfermedades. La mayoría de las personas viven pasando penurias en refugios subterráneos o aisladas en áreas rurales tiroteándose con otros humanos que se acercan a robarles la comida. Se han abortado todas las misiones coloniales en la Luna y en Marte. El planeta es irreconocible: las ciudades más importantes han desaparecido bajo nubes de radiación, y los ecosistemas restantes están en ruinas.
En un último acto de desesperación, las naciones supervivientes lanzan los pocos arsenales nucleares restantes, eliminando lo que queda de la civilización humana. Sin médicos, sin hospitales... Los últimos humanos mueren no solo por la radiación, sino por la propia debilidad de su cuerpo decrépito y por el colapso completo de los ecosistemas que alguna vez les sostuvieron.
El
planeta queda vacío de vida humana. La extinción es definitiva, y
la historia de la humanidad se cierra de forma abrupta. Pero en la quietud de las profundidades oceánicas, en las fosas abisales donde la radiación de la superficie es solo un eco lejano, algo se agita. Las extrañasy huérfanas estructuras cristalinas que Běijíxīng construyó, ahora huérfanas de su creadora, comienzan a vibrar al unísono y a emitir una
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