El ambiente de un hospital ya es denso de por sí, un lugar donde el tiempo se mide en pitidos de máquinas y susurros de Esperanza. Cuando un familiar tuyo está ingresado en estado crítico, como lo estaba mi padre en el Hospital Universitario de San Agustín de Linares, cada segundo de calma es un tesoro. Y durante un tiempo, a mediados de agosto, tuvimos la fortuna de compartir habitación con un tesoro de familia.
![]() |
Hospital Universitario San Agustín de Linares |
Venían de la barriada de Arrayanes. Manuel, un paciente de unos cincuenta años; su esposa, algo más joven; y sus padres, cercanos a los ochenta. Desde el primer día, nos ofrecieron una lección magistral de lo que significa "saber estar".
No era solo el silencio de sus teléfonos, permanentemente en modo vibración. Era la forma en que se movían, con una delicadeza que parecía impropia de un espacio tan aséptico. Cada gesto, desde colocar una chaqueta en el respaldo de una silla hasta abrir una botella de agua, se hacía con una conmovedora conciencia del prójimo.
Cuando recibían alguna llamada (pocas, la verdad), su voz bajaba a un murmullo y, con un gesto rápido y discreto, salían al pasillo para hablar. El respeto era absoluto, algo que, por nuestra parte, tratamos de corresponder en todo momento.
En una de esas conversaciones de hospital, los padres de Manuel nos contaron que eran hijos de mineros. El hombre me relató, con la dignidad serena de quien lleva el sacrificio en su piel, cómo su propio padre había muerto de silicosis con tan sólo 52 años. Lo contó en voz baja, como acostumbraban, sin un ápice de victimismo, con la mirada perdida por un instante en los recuerdos de un tiempo de polvo negro y pulmones rotos. En su voz no había rencor, solo el peso de una historia familiar forjada en el trabajo duro y la pérdida temprana.
Cada noche, sobre las nueve, se despedían con la misma discreción con la que habían vivido el día. Manuel se quedaba un par de horas más, leyendo en su tablet con la luz de la pantalla como única iluminación, sumido en el silencio y la quietud, con tal profundidad que a veces olvidábamos que estaba allí.
Alta de Manuel, y cambio de vecinos.
Pero en un hospital, como en la vida, todo es transitorio. Un día le dieron el alta a Manuel, de quien nos despedimos cordialmente deseándole lo mejor, y el espacio que dejó esa bendita familia fue ocupado por su antítesis.
Anselmo en una silla de ruedas y su esposa como acompañante (ambos de unos 60 años) irrumpieron precedidos por la fanfarria triunfal de un tono de móvil estridente y desagradable que despertó a mi padre. Bueno, aquel primer timbrazo en el móvil de ella podría ser medio perdonable; vienes de la calle, estás entrando, te has despistado. Vaaale, no pasa nada. A todos nos puede pasar. Pero a ese primer estruendo le siguieron otras tres llamadas, sin pausa, sin bajar el volumen del timbre, sin salir al pasillo y, en definitiva, sin un atisbo de vergüenza o de consideración por el entorno. Fue la tarjeta de visita de dos elefantes entrando en una cacharrería.
Lo primero que hizo la mujer (que se desplazaba por la habitación arrastrando los pies, produciendo un "zzza-zzza-zzza" cansino y lastimero que parecía el lamento de un alma en pena) en cuanto el móvil le dio un poco de pausa, fue sustituir las fundas de las almohadas (con el logotipo del Servicio Andaluz de Salud) por otras de la marca Lexington que trajo de casa.
Por la tarde les visitó un matrimonio amigo, transformándose su conversación en dos conversaciones. Un detalle curioso fue que incluso aquellos amigos les dijeron que bajaran el volumen del móvil o que lo pusieran en vibración porque ese insoportable tono podía molestarnos. Les respondieron que sí, que luego lo harían. Pero no lo hicieron.
Durante todo el día, el teléfono no dejó de sonar, y nosotros nos vimos forzados a ser partícipes vía auditiva de su vida entera. Sus conversaciones, a un volumen que ignoraba por completo la existencia de otros seres humanos y derecho básico al descanso, nos permitieron saber cuántas plantas tiene el casoplón donde viven, en qué trabajan, y el diagnóstico médico completo del hombre. Supimos que el sobrepeso de Anselmo, provocado por un abuso de "langostinos rebozados, paté y bombones", perjudicaba (según le habían dicho los médicos) la recuperación de la patología respiratoria que había motivado el ingreso. También nos enteramos de las mudas de ropa que habían traído, incluyendo pijamas de Ralph Lauren, su marca favorita "porque los hacen de algodón orgánico y seda". Conocimos el tipo de calzoncillos que usaba él y las bragas que usaba ella. Opinaron sobre "la que tiene liada Pedro Sánchez con los incendios", sobre “la cantidad de gente que hay viviendo de paguitas”, y se preocuparon por los paquetes de Amazon que sus hijos esperaban en casa aquel día. Afortunadamente, y según comentaron, al quedarse los hijos en la vivienda, no tenían que preocuparse de que se les metieran okupas.
Llegó la noche. Después de cenar, y aun viendo que mi padre intentaba conciliar el sueño, decidieron que era el momento perfecto para ver el Real Madrid - Osasuna en el móvil. Con el volumen alto, por supuesto. ¿Auriculares? ¿Para qué? Gracias a eso pude saber que Mbappé marcó de penalti, insulso gol que afortunadamente nos libró de algún alarido de júbilo del señor.
Tras el partido, unas cuantas llamadas más, entrantes y salientes. Y entonces, pasadas las doce de la noche, empezó el espectáculo final. La mujer decidió que era hora de reclinar el respaldo del sofá. Y su método fue la fuerza bruta. ¡Plamm, plamm, plamm, plamm! Un golpe tras otro. Es cierto que esos sofás son duros y difíciles, pero ¿de verdad crees que vas a conseguirlo a golpes a medianoche? Mientras se cambiaba de ropa para enfundarse en su pijama de Ralph Lauren, la sinfonía de porrazos continuó. Me preguntaba cómo alguien podía hacer tanto ruido simplemente poniéndose un pijama.
Con la habitación ya a oscuras y el pijama por fin puesto entró al cuarto de baño sin otra ocurrencia que dejar la puerta completamente abierta (lo que se dice “de par en par”) mientras orinaba, efecto que iluminó completamente la habitación y nos obsequió con la dulce melodía de su prolongada descarga urinaria al precipitarse abruptamente sobre el agua del inodoro.
Y justo cuando pensaba que la tortura auditiva y visual había terminado, llegó la inesperada traca final. El auténtico climax. No fue uno, ni dos, sino tres sonoros pedos. Tres "raaaaannnggg" (no supe de quién de los dos) que se alargaron un par de segundos cada vez, rompiendo el silencio que tanto anhelábamos.
Cuando, por fin, se hizo el silencio absoluto, miré la hora en el móvil: Las 00:31.
Aquella noche, en la habitación del hospital San Agustín de Linares, percibí con una claridad meridiana, algo que ya se sabe, pero que a veces se nos olvida: El dinero te compra almohadas de Lexington y pijamas de Ralph Lauren, pero no te da ni una pizca de la clase, de la educación, y de la empatía que aquella familia de Manuel, descendiente de mineros, regalaba con cada gesto silencioso. El dinero, definitivamente, no da la clase.
Un abrazo a Manuel si por casualidad está leyendo esta irrelevancia.
Comentarios
Publicar un comentario