A las once de la noche de aquel 28 de abril de 2025, Linares era un cuadro al que alguien le había arrancado los cables. La ciudad, acostumbrada al resplandor amarillento de las farolas, se había convertido en un laberinto de sombras, un teatro donde los actores improvisaban sus movimientos bajo la mirada fría de las estrellas. En el corazón del centro, en ese cruce de calles que llamamos Las Ocho Puertas, el apagón no había traído caos, sino una extraña ceremonia de luces mínimas y solidaridad a ciegas.
Lo primero que se veía (o más bien, lo único) eran las linternas. Pequeñas estrellas terrestres que flotaban en la negrura, dibujando senderos efímeros. Gentes en soledad que avanzaban iluminando apenas un metro cuadrado de la acera, mientras sus pasos resonaban en el silencio inusual de la ciudad de Linares sin televisores, sin música, sin el zumbido de generadores.
Y entonces, los muchachos.
De vez en cuando pasaba algún que otro chavea en su monopatín eléctrico o en su bicicleta. Con luces LED atadas a los ejes o a los manillares, avanzaban traspasando la oscuridad. Parecían ovnis rústicos. Desde arriba, alguien les gritó: «¡Eh, que vais a despegar!», y sus risas se mezclaron con el zumbido de las ruedas sobre el asfalto.
La solidaridad llegó a los balcones de Linares.
Vecinos con linternas potentes alumbraban el camino de viandantes que caminaban a oscuras, quizá por salir del trabajo cuando en la mañana nadie se imaginó lo necesarias que serían las linternas. Esos haces blancos se convertían en el hilo de Ariadna como solución al problema. Más allá, un hombre desde su ventana iluminaba un metro por delante de una chica y esta miraba hacia arriba como agradecida.
Los coches, pocos y lentísimos, avanzaban como animales asustados, ante el inminente riesgo de atropello que había.
El cielo de Linares revelado por el apagón
Y arriba, como si el apagón hubiera rasgado el velo de la contaminación lumínica, estaba el cielo de Linares como hacía décadas que no se veía.
La Vía Láctea se desplegaba como un río de plata. Las constelaciones recuperaban sus nombres antiguos, y algún satélite se dejaba ver, como si supiera que, por una noche, alguien volvería a pedir deseos mirando hacia arriba. En los balcones, la gente miraba hacia arriba, señalando con el dedo quizá preguntándose si esa era Orión o era la Osa Mayor.
A medianoche, cuando las risas de los niños con sus luces LED ya se habían alejado, cuando los últimos coches habían encontrado refugio, la ciudad se quedó en paz. No era el silencio del miedo, sino el de quien redescubre algo olvidado: Que a veces, basta un apagón, un hilo de luz prestado desde la distancia, un cielo estrellado, y la lentitud obligada para recordar que, al fin y al cabo, todos caminamos atravesando la misma oscuridad, pero cada persona lo hace de diferente forma.
Comentarios
Publicar un comentario